"Este cuento lo escribió Cuevo Kohime, para una velada en la
Isla de los Médicos. Disfrutala".
Cuentan los más viejos del lugar que en la vieja casona,
aquella que se esconde de miradas indiscretas en el bosquecillo al sur de aquí,
habita el espíritu de una joven esclava. Su figura translúcida y blanquecina se
desliza entre los muros de la casona, incesantemente, buscando algo, buscando a
alguien. O tal vez esperando que alguien llegue.
Nadie se ha acercado lo suficiente a la vieja casona como
para saber qué aspecto tiene, pero si lo hubieran hecho, hubieran podido
describir la dulzura, la belleza y la tristeza de su rostro, sus cabellos
largos y ondulados, que flotan constantemente como si la brisa los meciera,
aunque no haga viento, y las sedas que apenas cubren su esbelta figura. También
hubieran podido fijarse en el detalle de que esa cabeza de melena flotante y
ese cuerpo no están unidos. La joven esclava recorre sus dominios llevando la
cabeza decapitada en sus manos.
Nadie se atreve a cruzar el bosquecillo que lleva a la casa,
y nadie quiere mirar en el interior. El bosque, como si supiera que en su
corazón se esconde algo que es mejor ocultar, se ha vuelto más oscuro y más
frondoso. Ningún animal vive allí, salvo las alimañas. Ningún leñador se acerca
a talar un solo árbol, ningún niño quiere jugar al escondite allí. Incluso de
día la gente teme que el manto de oscuridad que rodea la casa haga que el
fantasma vague también bajo la luz del sol.
Pero antiguamente las cosas eran muy distintas. La casa no
estaba cubierta de hiedras ni tenía las paredes desconchadas. El jardín no
estaba cubierto de hongos y malas hierbas y el bosquecillo era hermoso y dejaba
pasar la luz del día. Y, por supuesto, la espectral ocupante de la casa era una
joven hermosa y llena de vida.
La Kajira que allí vivía era una joven de largos cabellos
castaños y de grandes ojos negros. Era más alta de lo habitual en una mujer, y
la palidez de su piel sumada a su altura le daba un aspecto un tanto lánguido.
Era la posesión más preciada de su amo, un hábil Guerrero de anchos hombros,
pelo rubio y penetrantes ojos verdes. El Guerrero siempre la trató con gran
cariño, y ella siempre sabía cómo devolver ese afecto.
Pero, obviamente, nadie se convierte en fantasma por culpa
del cariño. Algo tuvo que suceder para que la joven acabara en tal estado. Y en
efecto, una noche algo sucedió.
Toda la casa estaba a oscuras. La Kajira dormía en sus
pieles, a los pies de la cama de su amo, que también dormía. Prácticamente no
notó la mano, casi tan grande como su cara, que la atrapaba tapándole la boca
con un pañuelo. Ella intentó gritar, debatirse, alertar a su amo, pero el
hombre que la sujetaba era demasiado fuerte y no pudo resistir mucho tiempo. A
los pocos segundos empezó a perder la consciencia.
Al despertar lo primero que vio fue a su amo, atado y
encerrado en la jaula en la que ella dormía. Enseguida se lanzó hacia ella para
comprobar que él seguía vivo, pero una enorme bota se hundió en su estómago y
la lanzó con fuerza hacia atrás. Sentado junto a la jaula había un hombre de
aspecto siniestro, de piel extremadamente pálida, ojos azules y pelo negro. El
hombre le sonreía burlón mientras jugueteaba con una llave que la Kajira
reconoció inmediatamente como la de la jaula.
“Tu amo sigue vivo, si es eso lo que te preocupa” - dijo el
Proscrito sin dejar de sonreír. Sus dientes eran tan blancos como su piel y
ella se estremeció. Él cogió un palo y, metiéndolo entre los barrotes, golpeó
al Guerrero. Este soltó un gruñido de dolor, sacudió la cabeza, aturdido, y se
incorporó, aún mareado. Al darse la vuelta la Kajira vio sangre en su cara y en
su cuello, que se había secado ya, y una herida en la cabeza que parecía tener
mal aspecto. La muchacha estaba al borde de las lágrimas. El Proscrito miró al
Guerrero.
“Te voy a dar a elegir, Guerrero. O bien me entregas tu
kajira y sales de ahí o bien no la entregas y mueres”. El cautivo sólo emitió
un rugido de furia y empezó a golpear los barrotes con el hombro. “Veo que
contigo no se puede razonar” dijo el Proscrito. Y volviéndose hacia la muchacha
le preguntó “¿y si te doy a elegir a ti? ¿Qué prefieres?”. El Guerrero,
encendido de rabia, ordenó a la joven que huyera. Pero esta se limitó a mirarle
tristemente. Agachó la cabeza y se desprendió de las sedas.
Cuando el Proscrito hubo acabado, aún desnudo, colgó la
llave del cuello de la joven, la cargó a hombros y la colocó en la grupa del
tharlarion del Guerrero. Allí la dejó, atada al animal, mientras él descansaba,
comía y dormía como si la casa fuera suya. Al alba salió del bosquecillo con la
muchacha aún atada y, a una cierta distancia, la soltó. Podía regresar con su
amo mientras él seguía con su huida.
Y así la Kajira volvió con su amo, le liberó, le desató y
atendió sus heridas. Pero el amo había pasado mucho tiempo pensando en lo que
había pasado. Y a cada momento se iba sintiendo más y más humillado. Humillado
más por haberse visto encerrado por un proscrito y liberado por una esclava que
por la desobediencia de la Kajira. Se sentía dolido, furioso, avergonzado y
traicionado. Y en su cabeza se fue formando una idea espantosa tras otra. El
castigo debía ser ejemplar.
Así que el Guerrero, una vez atendido por la Kajira, fue a
su dormitorio, cogió su espada y, mientras la joven limpiaba el suelo de la
celda, de un solo golpe, la decapitó.
La cabeza rodó por el suelo de la estrecha celda sin
prácticamente ningún ruido, mientras la sangre salpicaba a chorros la pared y
el suelo. El grácil cuerpo, silencioso, se desplomó a los pies del Guerrero. El
collar, bañado en sangre, golpeó las losas del suelo con un tintineo metálico.
El tiempo pasó, y la rabia del Guerrero no había hecho más
que aumentar. A lo largo de los años abandonó todo lo que le era querido
buscando venganza. Dejó sus amigos, su Casta y hasta su Piedra de Hogar
mientras vagabundeaba intentando encontrar al Proscrito.
Y un día, después de preguntar, intimidar y sobornar a un
sinfín de gente, encontró lo que buscaba. El Proscrito había encontrado la
prosperidad en una nueva ciudad. Había abandonado la vida de pillaje, había
creado un negocio y, gracias a la prosperidad del mismo, se había conseguido
rodear de varias hermosas esclavas. Al enterarse, el Guerrero sintió una furia
renovada, puesto que, mientras él había vagado sin descanso durante muchos
días, el Proscrito había conseguido asentarse. Y mientras el Guerrero lo había
perdido todo, su enemigo había conseguido todo lo que se podía desear.
Así pues, el Guerrero trazó un plan. Y mientras el Proscrito
atendía sus negocios, él entró en la casa y, una a una, degolló a las
indefensas esclavas. Cubierto de sangre se sentó entre los cadáveres y, ansioso
por ver la cara de su enemigo cuando descubriera la escena, aguardó.
Después de un buen rato, el Proscrito volvió. Y, tal como
esperaba el Guerrero, la escena no le resultó precisamente agradable. Los
cuerpos de las muchachas yacían rígidas, los cuellos secos de sangre, que se
derramaba sobre sus sedas y por el suelo, las caras inmovilizadas en un gesto
de terror.
Con un alarido, el Proscrito sacó su espada y se lanzó
contra el Guerrero. Este reaccionó y, ágilmente, se apartó de su camino. Se
entabló un intenso combate. Los dos hombres descargaban sus espadas con furia
contra el otro. Las heridas se abrían en la carne de los dos y, poco a poco,
ambos fueron perdiendo las fuerzas. Pero el Guerrero, que en su vagar había
perdido el hábito de entrenarse, parecía llevar las de perder. El Proscrito
consiguió imponerse a su rival, y de una patada lo tiró al suelo. El Guerrero
sabía que estaba a punto de perder, que su ansia de venganza no se vería
satisfecha.
Pero en ese momento un viento salvaje apagó todas las velas
y antorchas de la casa. El Proscrito se quedó petrificado por la sorpresa, pero
cuando vio que sólo era el viento se volvió a preparar para el último golpe.
Entonces se escuchó un aullido. Al principio ambos contendientes pensaron que
sólo era un animal salvaje, pero el tono del aullido cambió lentamente hasta
que, finalmente, ambos pudieron escuchar claramente el grito de una mujer.
En la mejilla del Proscrito se abrió repentinamente una
herida. Era como si alguien, con un pequeño cuchillo, hubiera cortado la piel.
La sangre empezó a derramarse de la nueva herida y, aunque no era ni mucho
menos la más dolorosa, si que tuvo la capacidad de dejar al Proscrito helado de
miedo. Mientras, el Guerrero pudo ver a la espalda del otro hombre una leve
luminiscencia. El Guerrero creyó ver una niebla blanquecina y luminosa,
arremolinándose tras su rival. La niebla, poco a poco, fue adquiriendo
consistencia y, como si el Proscrito hubiera notado la presencia de alguien detrás,
se dio la vuelta, muy despacio, con los ojos abiertos por el terror.
Lo que allí había les heló la sangre a ambos. Una figura de
mujer, descolorida y translúcida, vestida con sedas y con una cabeza en la mano
derecha. La figura levantó una mano y, muy despacio, acarició el pecho del
hombre. Con un alarido el hombre se llevó la mano al pecho, y al retirarla el
Guerrero pudo ver que estaba cubierta de sangre. El espíritu, con un rictus de
furia en la cabeza cercenada, pareció deshacerse en una nube de humo blanco que
rodeó al Proscrito. Con el pánico grabado en sus ojos, el hombre intentaba en
vano deshacerse del humo mientras nuevos cortes se abrían en su ropa y en su
piel. Tela y carne se desprendían y caían en jirones mientras la sangre
salpicaba el suelo y las paredes. El hombre aullaba de dolor y el Guerrero,
espantado, intentaba alejarse a rastras.
El suplicio no duró mucho. Tras unos minutos de agonía, el
cadáver despellejado cayó al suelo. El Proscrito había muerto. El humo volvió a
materializarse en la figura decapitada. Esta, con un lánguido caminar, se
acercó al Guerrero y puso su mano sobre el rostro de él.
Esta vez, sin embargo, lo que el Guerrero sintió fue la
inmensa pena que sentía el fantasma. Entonces comprendió que ella lo había dado
todo para salvarlo a él. Comprendió que ella no podía obrar de otra forma,
porque su vida estaría vacía sin él. Sólo podía salvarlo y esperar su castigo.
Él entendió lo mucho que ella le amaba y, llorando, le pidió perdón. Ella
sonrió y lentamente desapareció.
Y cuando el último rastro del cuerpo femenino se hubo
desvanecido, el pecho del antiguo Guerrero dejó de respirar.
Así que, la próxima vez que aparezca el fantasma de la
Kajira sin cabeza, esperad un momento. Observad. Porque, pasado el tiempo,
cuando ella ha acabado de dar su paseo nocturno, el fantasma de un hombre rubio
se acerca a ella, coge la cabeza de entre sus manos, la coloca cuidadosamente
sobre sus hombros y, dándose ambos un apasionado beso, se desvanecen en la
oscuridad, esperando al siguiente encuentro.
La Kajira. |
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